El hombre que estorbaba Mario Vargas Llosa

No sé por qué ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI; aunque excepcional, no era im‐previsible. Bastaba verlo, frágil y como extraviado en medio de esas multitudes en las que su función lo obligaba a sumergirse, haciendo esfuerzos sobre‐humanos para parecer el protagonista de esos es‐pectáculos obviamente írritos a su temperamento y vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo II, que se movía como pez en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos que congrega el Papa en todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía to‐talmente ajeno a esos fastos gregarios que constitu‐yen tareas imprescindibles del Pontífice en la actua‐lidad. Así se comprende mejor su resistencia a aceptar la silla de San Pedro que le fue impuesta por el cónclave hace ocho años y a la que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo abandonan el poder absoluto, con la facilidad con que él acaba de hacer‐lo, aquellas rarezas que, en vez de codiciarlo, des‐precian el poder.

No era un hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el Papa polaco. Era un hombre de bi‐blioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio, se‐guramente uno de los Pontífices más inteligentes y cultos que ha tenido en toda su historia la Iglesia católica. En una época en que las ideas y las razo‐nes importan mucho menos que las imágenes y los gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más conspicuo de una especie en extinción: el intelectual. Reflexionaba con hon‐dura y originalidad, apoyado en una enorme infor‐mación teológica, filosófica, histórica y literaria, ad‐quirida en la decena de lenguas clásicas y moder‐nas que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el hebreo.

Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana pero con un criterio muy amplio, sus li‐bros y encíclicas desbordaban a menudo lo estricta‐mente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación. Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su pequeña autobio‐grafía y sus tres encíclicas —sobre todo la segunda, Spe Salvi, de 2007, dedicada a analizar la naturale‐za bifronte de la ciencia que puede enriquecer de manera extraordinaria la vida humana pero tam‐bién destruirla y degradarla—, tienen un vigor dia‐léctico y una elegancia expositiva que destacan níti‐damente entre los textos convencionales y redun‐dantes, escritos para convencidos, que suele produ‐cir el Vaticano desde hace mucho tiempo.

A Benedicto XVI le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de historia. La seculariza‐ción de la sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo en Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos decenios. Este proceso se ha agravado con los grandes escándalos de pedofi‐lia en que están comprometidos centenares de sa‐cerdotes católicos y a los que parte de la jerarquía protegió o trató de ocultar y que siguen revelándose por doquier, así como con las acusaciones de blan‐queo de capitales y de corrupción que afectan al banco del Vaticano.

El robo de documentos perpetrado por Paolo Ga‐briele, el propio mayordomo y hombre de confian‐za del Papa, sacó a la luz las luchas despiadadas, las intrigas y turbios enredos de facciones y dignata‐rios en el seno de la curia de Roma enemistados por razón del poder. Nadie puede negar que Benedicto XVI trató de responder a estos descomunales desa‐fíos con valentía y decisión, aunque sin éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y la in‐teligencia no son suficientes para orientarse en el dédalo de la política terrenal, y enfrentar el ma‐quiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en el seno de la Iglesia, otra de las enseñan‐zas que han sacado a la luz esos ocho años de ponti‐ficado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Os‐servatore Romano describió como “un pastor rodea‐do por lobos”.

Pero hay que reconocer que gracias a él por fin re‐cibió un castigo oficial en el seno de la Iglesia el re‐verendo Marcial Maciel Degollado, el mejicano de prontuario satánico, y fue declarada en reorganiza‐ción la congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta entonces había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana. Be‐nedicto XVI fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos sexuales en colegios y seminarios católi‐cos, en reunirse con asociaciones de víctimas y en convocar la primera conferencia eclesiástica dedi‐cada a recibir el testimonio de los propios vejados y de establecer normas y reglamentos que evitaran la repetición en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es cierto que nada de esto ha sido su‐ficiente para borrar el desprestigio que ello ha traí‐do a la institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales de que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los esfuerzos de las autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o disimular las fechorías de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y castigarlas.

Tampoco parecen haber tenido mucho éxito los es‐fuerzos de Benedicto XVI por poner fin a las acusa‐ciones de blanqueo de capitales y tráficos delictuo‐sos del banco del Vaticano. La expulsión del presi‐dente de la institución, Ettore Gotti Tedeschi, cer‐cano al Opus Dei y protegido del cardenal Tarcisio Bertone, por “irregularidades de su gestión”, pro‐movida por el Papa, así como su reemplazo por el barón Ernst von Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los procesos judiciales y las inves‐tigaciones policiales en marcha relacionadas, al pa‐recer, con operaciones mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a astronómicas cantidades de di‐nero, asunto que sólo puede seguir erosionando la imagen pública de la Iglesia y confirmando que en su seno lo terrenal prevalece a veces sobre lo espiri‐tual y en el sentido más innoble de la palabra.

Joseph Ratzinger había pertenecido al sector más bien progresista de la Iglesia durante el Concilio Va‐ticano II, en el que fue asesor del cardenal Frings y donde defendió la necesidad de un “debate abierto” sobre todos los temas, pero luego se fue alineando cada vez más con el ala conservadora, y como Pre‐fecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) fue un adversario resuelto de la Teología de la Liberación y de toda forma de concesión en temas como la ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio homosexual e, incluso, el uso de preservativos que, en algún momento de su pasado, había llegado a considerar admisible.

Esto, desde luego, hacía de él un anacronismo den‐tro del anacronismo en que se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran tontas ni super‐ficiales y quienes las rechazamos, tenemos que tra‐tar de entenderlas por extemporáneas que nos pa‐rezcan. Estaba convencido que si la Iglesia católica comenzaba abriéndose a las reformas de la moder‐nidad su desintegración sería irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía y dislocación internas capaz de transfor‐marla en un archipiélago de sectas enfrentadas unas con otras, algo semejante a esas iglesias evan‐gélicas, algunas circenses, con las que el catolicismo compite cada vez más –y no con mucho éxito— en los sectores más deprimidos y marginales del Ter‐cer Mundo. La única forma de impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual, teológico y artístico fecundado por el cristianismo se desbara‐tara en un aquelarre revisionista y una feria de disputas ideológicas, era preservando el denomina‐dor común de la tradición y del dogma, aun si ello significaba que la familia católica se fuera redu‐ciendo y marginando cada vez más en un mundo devastado por el materialismo, la codicia y el relati‐vismo moral.

Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema es algo que, claro está, correspon‐de sólo a los católicos. Pero los no creyentes haría‐mos mal en festejar como una victoria del progreso y la libertad el fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo representaba la tra‐dición conservadora de la Iglesia, sino, también, su mejor herencia: la de la alta y revolucionaria cultu‐ra clásica y renacentista que, no lo olvidemos, la Iglesia preservó y difundió a través de sus conven‐tos, bibliotecas y seminarios, aquella cultura que impregnó al mundo entero con ideas, formas y cos‐tumbres que acabaron con la esclavitud y, tomando distancia con Roma, hicieron posibles las nociones de igualdad, solidaridad, derechos humanos, liber‐tad, democracia, e impulsaron decisivamente el desarrollo del pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar con la barbarie e impulsar la civilización.

La decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto en evidencia la sole

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