Y la luz se hizo (TADAO ANDO)

Visión interior de la capilla. Fotografía de Luis Lope de Toledo.

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En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se movía por la superficie de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y la luz se hizo. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.
(Gen. 1, 1-4.)
Y es posible que esa luz saliera del teléfono móvil de Dios, mientras buscaba el cajetín de los fusibles después de que un apagón los dejara a oscuras en el paraíso.
Luz. ¡Simplemente con apretar un interruptor! Algo tan trivial y cotidiano en nuestras vidas con lo que llevamos viviendo desde que nacimos. Algo impensable hace menos de 150 años, antes de que al señor Joseph Wilson Swan se le encendiera la bombilla, y encendiese las de los demás. ¿Pero qué ocurría con la luz antes de que se produjera toda esta orgía eléctrica que ha llegado hasta nuestros días?
Desde el principio de los tiempos nos hemos encerrado en cuevas con el único propósito de cobijarnos de agentes atmosféricos adversos como la lluvia y el frío. El ser humano necesitaba cuatro paredes, o si me permiten la aclaración, dos planos verticales y otros dos horizontales.
Pero su mente, que es muy antojadiza, no se contentó con lo que accidentalmente nos había proporcionado la naturaleza, y salimos de aquella primera y no demasiado acogedora caverna para dar rienda suelta a nuestros primeros caprichos arquitectónicos. El hombre abandonó esa oscura guarida en busca de luz y ha estado persiguiéndola durante miles de años. Y esa búsqueda no solo se limita a Occidente.
La fina lámina de papel de arroz en los shoji hace que a veces,  las luces y las sombras se pongan a jugar.
La fina lámina de papel de arroz en los shoji hace que a veces, las luces y las sombras se pongan a jugar.
Como trata de explicar Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra, la belleza nipona no reside exclusivamente en la luz, en los elementos brillantes. En Japón la sombra pierde ese matiz negativo que le hemos atribuido culturalmente y es considerada como un elemento más de belleza. Curiosamente, en el imperio del sol naciente la luz habla más de las sombras que genera que de los objetos que ilumina. En la cultura japonesa existe una preocupación de velar todo con una ligera y difusa penumbra de manera que no podamos discernir el límite. En los templos sintoístas construidos hace cientos de años, los propios aleros de sus tejados se encargan de proyectar una profunda sombra que oculta su estructura a ojos de los visitantes. ¿Pondría nuestro amigo Calatrava el grito en el cielo si se enterase de esta tendencia que trata de esconder los elementos portantes? Es posible que demandase uno a uno a los constructores de cada santuario nipón, por haber atentado contra su «derecho moral».
Pero volviendo a lo que nos atañe, no nos resultará extraño que el comienzo de la vivienda tradicional japonesa sea precisamente por el tejado, igual que la canción de Fito & Fitipaldis. Después de haber dispuesto un perímetro sobre el cual se va a desarrollar la construcción, es necesario un enorme quitasol que genere una superficie a la que no sea capaz de acceder el astro rey, disponiendo las habitaciones bajo ese crepúsculo artificial. Una vez dentro, el entendimiento que tienen de la iluminación nos vuelve a dejar a los occidentales a años luz. La belleza en las habitaciones japonesas reside en el propio contraste generado por la opacidad de las paredes de papel de arroz (conocidas como shoji) al paso del sol. La luz indirecta es la encargada de penetrar por las finas láminas de las puertas tradicionales para iluminar el resto de las estancias, prohibiendo su entrada en la habitación a la que proviene directamente del sol, por no llevar las zapatillas correctas para la ocasión. Y no contentos con ese brillo, bañaban las paredes en oro, potenciando esa iluminación cálida imposible de encontrar en otras culturas. El oro refleja la luz sin perder el brillo ambiental, al contrario que el resto de metales existentes.
Pero, ¡Ay, amigo! ¿Qué ha sido de estos conceptos tan sutiles en una metrópoli llamada Tokio, en la que el progreso y la tecnología van saltando juntos de la mano? Donde la luz ha sido relegada y obligada a prostituirse en carteles publicitarios de neón para que astutos anunciantes nos hagan llegar sus productos en la caótica noche japonesa. Lugar en el que sus habitantes esperan a la sombra del edificio situada varios metros detrás del paso de cebra que quieren cruzar, esperando la señal verde del semáforo; mientras los más atrevidos caminan bajo sombrillas (aunque puedan parecer paraguas) huyendo del suave sol de primavera.
Cuando se pone el sol y termina el día, uno nuevo y opuesto al anterior comienza en las calles de la metrópoli japonesa. Fotografía de Stefano.
Cuando se pone el sol y termina el día, uno nuevo y opuesto al anterior comienza en las calles de la metrópoli japonesa. Fotografía de Stefano.
¿Se ha perdido pues la luz como elemento ingrávido y etéreo en la arquitectura contemporánea oriental? Es posible, aunque antes de responder a esta complicada cuestión deberíamos conocer un pequeño proyecto situado en Ibaraki de la mano de Tadao Ando.
Efectivamente, la Iglesia de la luz.
Un diminuto templo dedicado al cristianismo, religión minoritaria en Japón, en un pueblo alejado de la mano de Dios. Elementos que ya de por sí dificultan la concepción de un proyecto en el cual, por si fuera poco, existieron serios problemas de presupuesto hasta el punto de llegar a plantearse su realización una vez finalizado el diseño. Pero, al igual que la filosofía de Mies van der Rohe de «menos es más», todos estos condicionantes terminaron transformándose en reto.
El edificio principal del conjunto, es una caja de hormigón de seis metros de ancho por 18 de largo. Un limitado espacio para oficiar misa que gana altura a medida que te aproximas al altar. La pregunta del lector será obvia. ¿Cómo crear un espacio religioso con tan poco presupuesto, en un solar tan acotado y con los menores elementos posibles? Y ahí es donde entra el señor Ando en escena, regalándonos una lección magistral de arquitectura.
Planta del edificio principal y maqueta diseñada por Tadao Ando.
Planta del edificio principal y maqueta diseñada por Tadao Ando.
Una caja, me diréis. Una triste y repetida-hasta-la-saciedad caja. Y no os falta razón, las dimensiones del prisma son convencionales. Pero el maestro, riéndose muy bajito de los arquitectos del high-tech dispone un sencillo muro de hormigón atravesando el templo diagonalmente, para crear una entrada. Un muro que, separado del techo y sin llegar a tocarlo, inunda de luz el espacio de entrada y hace que tengamos la sensación de que este elemento levita ante nuestros ojos en el espacio de la capilla. Y por si fuera poco, la puerta la realiza de vidrio y totalmente corredera, como una poética metáfora en relación con los shojis tradicionales explicados anteriormente.
Bien, los accesos han sido resueltos con elegancia. Y es cierto que un templo no deja de ser una conexión entre el mundo terrenal y el divino, pero soy consciente de que no os vais a conformar con esto. Y es precisamente después de haber atravesado la entrada cuando nos encontramos con el altar a nuestras espaldas. El pavimento va descendiendo ligeramente hasta el lugar en el que se encuentra la única cruz de toda la edificación.
Y menuda cruz.
Ocupando los límites de la fachada posterior de la iglesia, el muro de hormigón desaparece en dos líneas perpendiculares, quedando habitado este vacío por dos ligeras capas de vidrio, encargadas de proteger el espacio sagrado de la intemperie. Produciendo así un fuerte contraste entre el interior y el exterior, dando lugar a la imagen más bella del templo.
Visión interior de la capilla. Fotografía de Luis Lope de Toledo.
Visión interior de la capilla. Fotografía de Luis Lope de Toledo.
La oscuridad existente en la capilla hace que, pese a la naturaleza transparente del vidrio, no seamos capaces de ver el exterior, y todo lo que llegue a nuestros ojos sea una brillante luz, quedando oculto el paisaje posterior de nuestra capilla. Una única cruz que es capaz de ocultar, dejando pasar un simple elemento incorpóreo como la luz, reafirmando la teoría de que para esconder, a veces solo tenemos que iluminar. Y es tan fuerte esa sensación de luminosidad, que es necesario acercarse para descubrir que no tenemos un foco detrás de la abertura y existe naturaleza al otro lado del muro. Con una simple perforación en la piedra ha sido capaz de ocultar lo visible. Y de mostrar lo invisible.
Incluso los bancos de madera, que forman parte del único mobiliario existente en la sala, están realizados con los andamios que un día sirvieron al personal de obra en el proceso de construcción de la iglesia, siendo reutilizados tras una buena capa de pintura negra. El color, o mejor dicho la falta del mismo, produce un camino al altar en el que pasamos de la oscuridad a la luz, como una alegoría bíblica en la que los pecadores son redimidos de sus faltas terrenales para ingresar en el mundo sagrado, abandonando todos los bienes materiales.
No son necesarios presupuestos desorbitados para realizar un buen proyecto. Tampoco adornos, ni paredes bañadas en oro. Ni siquiera recargadas imágenes sagradas para construir una delicada iglesia. 
Solo luz.

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